
El retazo de papel suscitó un suspiro en los pulmones de la niña, el olor a humedad la hizo estornudar y comprender que del pasado no quedaba más que un cofre.
Sus pies se movían con la ligereza de una pluma y sus brazos guiaban el dulce andar de su memoria.
Sus ojos se abrían ante el nuevo escenario: brusco y agresivo retrato del hoy; y al ritmo del latido, pronunció una sonrisa.
Tomó el cáliz en signo de esperanza y de entre todo el bosque sumido a su presencia, eligió la raíz más indefensa para que bebiera de su virtud.
Así, presente al retablo, el miedo cerró sus ojos: vestigios de un lamento que el aroma encerrado invadió, abriendo los sentidos a un nuevo porvenir.
Y fueron pasando ante el suspiro los saberes, como vagones de un tren congelado en el olvido:
No hay eternidad sin amor, no hay recuerdo sin sueño, no hay paisaje sin dolor, no hay historia sin dueño.
El ayer, su fiel compañero, la ayudó a comprender que vivir en la penumbra deseando lo que el destino se empeña en negar, es vivir en la agonía por la frustración de no ponernos saciar.
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